viernes, 28 de julio de 2017

EL HIJO DEL SACRISTAN


“Y es que cuando uno sacude el cajón de los recuerdos, son los recuerdos los que terminan sacudiéndolo a uno” .- Andrés Castuera  Miche.
Desafiando la gravedad, un muchacho cuelga de la soga de la vieja y cuarteada campana, que a su vez cuelga de un pescante que sale de la torre a medio derruir. El muchacho completa un péndulo que se ha formado entre el badajo, la soga y él, que se mueve de un lado para otro en su afán de hacer tañer la campana y divertirse. Es el hijo del sacristán que todas las noches puntualmente llega al pórtico de la iglesia para cumplir lo que debiera cumplir su padre, el sacristán, tocar la campana a tiempo para el rezo de la Virgen Patrona del pueblo. El muchacho debe esperar todas las noches a que todos los feligreses devotos y viejas beatas desocupen la iglesia para entornar las pesadas y casi desvencijadas puertas de la iglesia, y asegurarlas para garantizar que las alhajas de la Virgen Patrona estén a buen recaudo.
Mientras espera que la beatería concluya su oficio de orar con la finalidad de derrotar el afán demoníaco en la vida de las personas, el joven hijo del sacristán acomete una serie de lances junto a sus amigos en su avidez de distraerse. Así, corretea descalzo sobre el verde manto que cubre la inmensa plaza frente a la iglesia intentando alcanzar a los quiméricos rufianes que con sus amigos ha ideado, para hacer él, el papel de policía. En alguna ocasión se ha defecado en el calzado de alguno de sus compañeros mientras arriba una luna llena alumbra a los chicos que distraídos corretean persiguiendo a los trúhanes que han ideado. La victima de sus apuros excrementicios solo se dará cuenta del agravio cuando se calce el zapato con un relleno de mierda.
Un día, subido en el andamio, que los obreros han instalado para reparar el atrio de la iglesia, a diez metros que lo distancia del suelo hace el amago de lanzarse generando zozobra entre los concurrentes que se han reunido para ver la función de gala de un número acrobático nunca visto en Chacas. Encaramado entre las tablas del andamio anuncia que saltará a la cuenta de tres. Y la cuenta progresiva inicia: a la una, a la dos y laaas treees y la tabla se rompe. El mozalbete cae por entre los palos, junto a las tablas y los residuos de yeso al ríspido piso de concreto.  La concurrencia al improvisado acto acrobático, atolondrada no atina que decisión tomar frente al hecho del muchacho inconsciente tirado en el piso, de cuya nariz fluye un fino hilo de sangre.   Luego de una breve, pero eterna deliberación los espectadores conducen al acróbata siniestrado a la flamante posta medica recientemente inaugurada. Luego de algunos días el hijo del sacristán saldrá ileso de hueso y polvo para celebrar su frustrada osadía de saltar al vacío.
Otro día, desde los balaustres del malecón, escondido en la oscuridad lanza terrones a “Churchill” el mastín aristocrático de la rancia beata chupacirio que sale junto sus hermanas y al jamelgo envuelta en un tul negro luego de dirigir el rezo en honor a la virgen patrona. Mientras el pobre perro chilla de dolor la hermana de la anciana religiosa pregunta: “Pitata sajmaricayamusha” (1) y la beata replica: “Churchiltacha peru” (2), generando la hilaridad del hijo del sacristán y sus camaradas. Esa misma noche mientras el hijo del sacristán luego de cerrar las pesadas jambas de las puertas de la iglesia se dirige a su casa junto a sus amigos, les lleva la delantera un mozuelo menor que camina hacía su casa abstraído en sus inquietudes de niño. Al hijo del sacristán a quien está a punto de reventarle la vejiga   no se le ocurre mejor idea que regar su orina sobre las piernas del mozuelo que adelantas sus pasos. Cuando el menor siente el contacto de aquella corriente caliente en sus piernas exclama: “Pita alambriwan tzepiapaycaman? (3), sin caer en la cuenta que alguien le hace pis en las piernas desde la oscuridad de la calle.
(1)    ¿A quién apedrean?
(2)    A Churchill pues.
(3)    ¿Quién me da látigos con un alambre?