“Y es que cuando uno
sacude el cajón de los recuerdos, son los recuerdos los que terminan
sacudiéndolo a uno” .- Andrés Castuera Miche.
Desafiando la gravedad, un muchacho
cuelga de la soga de la vieja y cuarteada campana, que a su vez cuelga de un
pescante que sale de la torre a medio derruir. El muchacho completa un péndulo
que se ha formado entre el badajo, la soga y él, que se mueve de un lado para
otro en su afán de hacer tañer la campana y divertirse. Es el hijo del
sacristán que todas las noches puntualmente llega al pórtico de la iglesia para
cumplir lo que debiera cumplir su padre, el sacristán, tocar la campana a
tiempo para el rezo de la Virgen Patrona del pueblo. El muchacho debe esperar
todas las noches a que todos los feligreses devotos y viejas beatas desocupen
la iglesia para entornar las pesadas y casi desvencijadas puertas de la iglesia,
y asegurarlas para garantizar que las alhajas de la Virgen Patrona estén a buen
recaudo.
Mientras espera que la beatería
concluya su oficio de orar con la finalidad de derrotar el afán demoníaco en la
vida de las personas, el joven hijo del sacristán acomete una serie de lances
junto a sus amigos en su avidez de distraerse. Así, corretea descalzo sobre el
verde manto que cubre la inmensa plaza frente a la iglesia intentando alcanzar
a los quiméricos rufianes que con sus amigos ha ideado, para hacer él, el papel
de policía. En alguna ocasión se ha defecado en el calzado de alguno de sus
compañeros mientras arriba una luna llena alumbra a los chicos que distraídos
corretean persiguiendo a los trúhanes que han ideado. La victima de sus apuros
excrementicios solo se dará cuenta del agravio cuando se calce el zapato con un
relleno de mierda.
Un día, subido en el andamio, que los
obreros han instalado para reparar el atrio de la iglesia, a diez metros que lo
distancia del suelo hace el amago de lanzarse generando zozobra entre los
concurrentes que se han reunido para ver la función de gala de un número
acrobático nunca visto en Chacas. Encaramado entre las tablas del andamio
anuncia que saltará a la cuenta de tres. Y la cuenta progresiva inicia: a la
una, a la dos y laaas treees y la tabla se rompe. El mozalbete cae por entre
los palos, junto a las tablas y los residuos de yeso al ríspido piso de
concreto. La concurrencia al improvisado acto acrobático, atolondrada no
atina que decisión tomar frente al hecho del muchacho inconsciente tirado en el
piso, de cuya nariz fluye un fino hilo de sangre. Luego de una
breve, pero eterna deliberación los espectadores conducen al acróbata
siniestrado a la flamante posta medica recientemente inaugurada. Luego de algunos
días el hijo del sacristán saldrá ileso de hueso y polvo para celebrar su
frustrada osadía de saltar al vacío.
Otro día, desde los balaustres del
malecón, escondido en la oscuridad lanza terrones a “Churchill” el mastín
aristocrático de la rancia beata chupacirio que sale junto sus hermanas y al
jamelgo envuelta en un tul negro luego de dirigir el rezo en honor a la virgen
patrona. Mientras el pobre perro chilla de dolor la hermana de la anciana
religiosa pregunta: “Pitata sajmaricayamusha” (1) y la beata
replica: “Churchiltacha peru” (2), generando la hilaridad del hijo del
sacristán y sus camaradas. Esa misma noche mientras el hijo del sacristán luego
de cerrar las pesadas jambas de las puertas de la iglesia se dirige a su casa
junto a sus amigos, les lleva la delantera un mozuelo menor que camina hacía su
casa abstraído en sus inquietudes de niño. Al hijo del sacristán a quien está a
punto de reventarle la vejiga no se le ocurre mejor idea que regar
su orina sobre las piernas del mozuelo que adelantas sus pasos. Cuando el menor
siente el contacto de aquella corriente caliente en sus piernas exclama: “Pita
alambriwan tzepiapaycaman? (3), sin caer en la cuenta que alguien le
hace pis en las piernas desde la oscuridad de la calle.
(1) ¿A quién apedrean?
(2) A Churchill pues.
(3) ¿Quién me da látigos con un alambre?