“Dios
mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?”
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?”
J.
L. B.
El postigo de
la puerta ligeramente entornada intenta impedir el ingreso del crudo frío de una noche de junio. De rato en rato se
escucha el crepitar de una polilla en su afán de dar los últimos mordiscos en
la puerta agujereada por millares de sus
cofrades que han hecho una zaranda de ella y que a duras penas se sostiene.
Dentro, en la chicheria, dos jóvenes disputan una partida de ajedrez sobre un
tablero que funge de mosaico de marfil colocado
sobre el mostrador apolillado también. Cada cuando un sorbo de chicha
mezclado con alcohol discurre por el garguero de alguno de los contrincantes
para apaciguar la tensión luego de
pensar el movimiento de alguna ficha.
El reto mudo
planteado sobre las casillas blancas y negras es observado por otro joven que
sostiene la mandíbula sobre los nudillos de los dedos que hacen contacto con
sus dientes cariados. El imparcial observador no descuida remojar con un chorro de chicha la garganta mientras
concentra su mirada en el desplazamiento del ladino alfil en el que puede
sospechar un inminente y velado ataque contra la reyna blanca.
Mientras, afuera
el frio arrecia y el aire se arremolina en torno a la puerta apolillada
insuflando, de rato en rato, un gélido
hálito sobre las piezas dispuestas en las casillas. Manfre saca del bolsillo
del pecho de su camisa un cigarrillo con un cintillo dorado entre el pucho y el
cuerpo del cigarrillo. Lo ajusta entre los labios para luego alisar la cajilla
de fósforos y encenderlo mientras piensa como neutralizar el ataque que le ha
asestado su entrañable amigo y eventual
contendor, Manolo.
El joven
observador, a quien sus cariados dientes han ayudado a bautizarlo, con el
“grandilocuente” mote de “Ismu”, es el anfitrión, proveyendo
la chicha, los pitillos y el tablero de ajedrez obviamente bajo la
contrapartida de las monedas sustraídas por los contrincantes del cajón de
recaudos de la tienda de sus respectivos padres.
Luego de
neutralizar el ataque negro contra la reyna,
Manfre quien sabe aliviado del ataque ordena: “Ismu, una tanda más de
chicha”. A lo que “Ismu” replica: “¿Con o sin?”. “No te hagas el huevón y sirve
rápido”, termina diciendo Manfre y nuevamente se vuelve a concentrar con la
idea de contratacar para ganar.
La noche
avanza y la partida no tiene visos de
concluir, se perfila un final intrincado, cuidadoso, lento y de muerte a cuentagotas y con posibilidades para ambos bandos.
En la casa
vecina una madre preocupada se apresura a develar entre la penumbra y ayudada
por la luz mortecina de una cerilla el mensaje cifrado del tic tac del reloj
sobre la cabecera del catre. Son las dos de la mañana y el hijo estudiante aún
no ha llegado. Se viste con premura ayudada de la luz de una vela que ha
encendido, se dirige al caño de la casa, agarra una manguera y sale rauda y
furiosa a la calle. No bien ha traspuesto la puerta de su casa escucha una discusión
cercana. Se acerca cautelosa al lugar de donde proviene el ruido y por la
puerta ligeramente entornada ve los rayos de la luz ambarina de un “chiuchi”.
Cuando aguaita por una de las tantas
rendijas de la puerta puede ver a su Manfre, gesticulando y discutiendo, en un
estado de beodez la posición de un peón.
Su furia se va incrementando y Manfre, dentro, moviendo un caballo anuncia a su
contrincante: “¡Jaque!”, en ese instante la madre empuja la puerta y chilla:
“Maaanfreee que haces ahí. ¿Creo que estas tomando?”. “ Noo mamá, solo estamos
jugando ajedrez”. Y la mamá: “ A ver tu alientoooo! Y Manfre: “jaaaaaa” y la
madre: “ya ves sinvergüenza! Y con la
manguera en ristre da el mayor jaque mate a un ajedrecista nunca visto en todos
los tiempos.