Cuando aquel bulto forrado con un talego, venía
bamboleándose sobre el anca del caballo
que mi padre bebido venía
cabalgando; tuve la extraña certeza que
aquel bulto se iba a caer. El caballo se detuvo junto a la puerta de la casa,
mientras mi padre gesticulaba y desataba un discurso ininteligible para el común de los mortales. Con mucho esfuerzo, ayudamos a mi padre a apearse mientras remataba su
deshilvanado discurso con un contundente ¡carajo!. El bulto fue desatado con premura y mucha
curiosidad. La envoltura era un talego de harina sol que soberbio lucía un
radiante sol verde dentro de un círculo rojo.
En la sala de la casa el bulto fue descubierto de la tela que
un día fuera blanca. Era una caja roja
por la parte superior, por donde
aparentemente era la tapa; y por la parte inferior más amplia, verde. Tenía un pestillo dorado con una curvatura barroca que sujetaba la
aparente tapa. Con mucho cuidado desenganchamos el pestillo de lo que en efecto
era la tapa, lo levantamos y apareció frente a mí un espejo que reflejaba mi
abobada mirada de quien no sabe que ha descubierto. El develamiento de la tapa
no solo hizo aparecer el espejo en su dorso que reflejaba ahora mi sonrisa,
sino también sobre la base superior de la caja ahora descubierta, un artilugio
incomprensible para mí, compuesto por un disco y un brazo de plástico negro con
una punta de metal en su extremo libre.
Cuando mamá abrió las puertitas de la caja, encontró un
paquete de discos, sacó y colocó uno de ellos sobre el disco de metal que la
caja tenía; luego cogió el brazo de plástico negro y lo colocó sobre el disco y
entonces empezó a fluir desde la caja una melodía que nos maravilló. Y papá en el patio continuaba su sempiterno
discurso sobre amanuenses y cuatreros.
La melodía era la cumbia “La Momposina” que hasta ahora
resuena en mis oídos como recordándome
aquel momento de encantamiento y magia. En ese bodoque de discos que
traía en su vientre de tripley aquel
tocadiscos encontré géneros de diversa laya; desde los Bee Gees hasta el
plañidero género de Lucio Pacheco. Toda esa colección sin duda competía con
creces con los ritmos y géneros que don Miguel Flores, “El chino Flores”, regalaba en sus audiciones radiales al pueblo
a través de sus altoparlantes colocados
en las ventanas circulares de su casa en la plaza cada vez que su ansioso corazón le inspiraba escuchar música junto
con sus ariscos vecinos.
Aquel tocadiscos que un día había llegado a nuestra casa para
distraer a veces nuestras tardes melancólicas; nos enteramos luego que, había
sido producto de un trueque entre la Gringa Margaret y mi padre. El tocadiscos,
que en el documento de trueque, tomaba vida como “un artefacto denominado Pick
Up”, había sido canjeado por una casa propiedad
de mi padre en el balneario de
Upacasha. Luego de un tiempo; el tocadiscos icolor, así como un día llegó inusitadamente desapareció como por
encanto.