Al tío Raúl Melgarejo, que vivirá sin fin en cada párrafo, en cada
recodo, en cada respiro de sus entrañables historias.
Hoy me he levantado
con ganas de escribir. De escribir para vivir lo que no pude, para recordar lo
que pudo ser, para poner en evidencia que solo somos recuerdo e historia y que
más allá del presente todo es incierto.
Hoy me he acordado de aquella vez, que metido entre la paja despojo
del trigo triturada por la pisada de los
caballos, dormía bajo una manta y la luna llena que pintaba de plateado el pequeño mundo que era
Chucpin. Más allá, el Gotu Félix mascullaba algunas palabras ininteligibles,
sin duda aporreado por la chicha con punto que había bebido durante la tarde
mientras arreaba la recua de caballos sobre la parva de trigo. Solo el penetrante frío ingresando por algún
resquicio de la manta perturbaba por momentos ese encantamiento nocturno de estrellas
fugaces y de plenilunio. Al fondo bajo el molle mortecino se
observaban perfectos dos cantaros de chicha esperando el amanecer para derramar por sus bocas desportilladas su espumoso
contenido.
Más tarde a la luz
del sol y el impulso del viento la paja que había servido de improvisado lecho
sería separada de los dorados granos de trigo que luego se convertirían, en el
viejo molino, en la harina para el pan de cada mañana. Viento, anhelado por
manos apuradas y ansiosas que lanzaban el barajo de espigas trituradas, que a veces no
llegaba. Luego, después de tanta espera, con un ímpetu inusitado se llevaba por
los aires el pajal dejando caer por entre la horqueta la preciada cosecha al
ríspido suelo de arcilla. Viento, que de cuando en cuando traía una extraña
melodía de paz y quietud que solo era perturbado por algún conjuro quechua de la campesina que barría con
cuidado para no llevarse los granos de trigo junto a la paja en su improvisada escoba de tallos de wisllaco. De
esas experiencias está poblada mi infancia, producto de esa especie de exilio
bucólico obligado, pues no había forma de convencer a mamá que podía
quedarme solo en la casa del pueblo.
Claro, había la ligera sospecha, fundada por cierto, que mientras mamá se afanaban en las correrías agrícolas nosotros nos
distraíamos en las aventuras dipsómanas.
Probablemente las circunstancias ingratas de la chacra por ejemplo una
torrencial lluvia en plena parva o la
espera interminable del retorno de la recua en el horizonte que insinuaba
nuestro pronto retorno a Chacas; alejaron de mí el encantamiento que en otros provoca ser agricultor.
Ya mayor tuve la
oportunidad de sembrar a medias con mi inolvidable amigo Oriol Amez una chacra
con papas. Ligera tarea la de sembrar papas y lidiar con los campesinos, que en
lejanos claustros llamarían administración de recursos humanos. En esas circunstancias de falencias en
erudiciones en temas laborales recibo el generoso ofrecimiento de mi primo
Délmar. “Primo- me dice- vamos un día a Potaca para que veas cómo se maneja a esta
gente”. En efecto, después de algunos
días, enjaezamos los caballos: el Ratón
y Tornado, y apertrechados de un talego de coca, un bidón de alcohol y un
suculento fiambre partimos presurosos hacia las altas punas donde se respira el
gélido aire de la cordillera, con el objeto por lo menos por mi parte, de
recibir una lección magistral en manejo
de personal. Al trote de los caballos que vaporosos subían el camino pedregoso
llegamos a la vaquería a cuyo costado se podía ver los tallos de la papa que aguaitaban
por entre el hierbajo. Cuando llegamos
estaban ya los peones a la vera del sembrío sentados en fila chacchando coca.
No bien nos vieron
llegar los jornaleros expresaron su
entusiasmo con una franca sonrisa al ver el bidón sobre anca de caballo y que suponían
era de alcohol. Délmar improviso un saludo en quechua que fue respondido con un
retahíla desordenada de inclinaciones. Una vez que hubimos descargado nuestras vituallas
y demás enseres procedió a repartir la coca en las amplias manos hechas cuencos
y el alcohol en una taza enlosada blanca de borde azul. Después de media hora
de concentración los campesinos empezaron a desperezarse y atacar la tarea de
deshierbar el papal. Cuando el sol
traspuso la cuarta parte de su recorrido en el cielo Délmar anunció un descanso
de quince minutos y nuevamente la coca y el alcohol para el deleite de los operarios.
Hasta ahí todo la lección
estaba siendo rigurosamente aprendida y anotada en un pequeño cuaderno con la
discreción debida tras un arbusto. Los jornaleros trabajaban infatigables habían avanzado la tarea por sobre mis cálculos.
Luego del almuerzo se reanudo la tarea con el mismo entusiasmo de la mañana; claro la coca y el alcohol habían corrido a
raudales, ahí estaba el secreto de esta nueva ciencia de manejo de los
jornaleros. Eran las dos de la tarde y Délmar me propuso ir a la casa rústica construida
de piedras y paja que tenía junto al puente, que servía de depósito, a guardar
algunos trastos agrícolas. Luego de un tiempo cuando retornamos a la chacra
inmediatamente entre en la cuenta que la lección de administración de recursos
humanos había fracasado. Los jornaleros yacían
tendidos totalmente ebrios por entre los surcos mientras Délmar entraba en cólera,
pues definitivamente la lección había fracasado.
Frente a ese fracaso ensillamos los caballos y retornamos en silencio hasta
Chacas, porque no cabía más que el silencio.