sábado, 7 de febrero de 2015

REMINISCENCIAS DE CHUCPIN


Al tío Raúl Melgarejo, que vivirá sin fin en cada párrafo, en cada recodo, en cada respiro de sus entrañables historias.

Hoy me he levantado con ganas de escribir. De escribir para vivir lo que no pude, para recordar lo que pudo ser, para poner en evidencia que solo somos recuerdo e historia y que más allá del presente todo es incierto.  Hoy me he acordado de aquella vez, que metido entre la paja despojo del  trigo triturada por la pisada de los caballos, dormía bajo una manta y la luna llena que  pintaba de plateado el pequeño mundo que era Chucpin. Más allá, el Gotu Félix mascullaba algunas palabras ininteligibles, sin duda aporreado por la chicha con punto que había bebido durante la tarde mientras arreaba la recua de caballos sobre la parva de trigo.  Solo el penetrante frío ingresando por algún resquicio de la manta perturbaba por momentos ese encantamiento nocturno de estrellas fugaces y de plenilunio. Al fondo bajo el molle mortecino se observaban perfectos dos cantaros de chicha esperando el amanecer para derramar  por sus bocas desportilladas su espumoso contenido.
Más tarde a la luz del sol y el impulso del viento la paja que había servido de improvisado lecho sería separada de los dorados granos de trigo que luego se convertirían, en el viejo molino, en la harina para el pan de cada mañana. Viento, anhelado por manos apuradas y ansiosas que lanzaban el barajo  de espigas trituradas, que a veces no llegaba. Luego, después de tanta espera, con un ímpetu inusitado se llevaba por los aires el pajal dejando caer por entre la horqueta la preciada cosecha al ríspido suelo de arcilla. Viento, que de cuando en cuando traía una extraña melodía de paz y quietud que solo era perturbado por algún conjuro  quechua de la campesina que barría con cuidado para no llevarse los granos de trigo junto a la paja en su  improvisada escoba de tallos de wisllaco. De esas experiencias está poblada mi infancia, producto de esa especie de exilio bucólico obligado, pues no había forma de convencer a mamá que podía quedarme  solo en la casa del pueblo. Claro, había la ligera sospecha, fundada por cierto, que mientras mamá se afanaban  en las correrías agrícolas nosotros nos distraíamos en las aventuras  dipsómanas. Probablemente las circunstancias ingratas de la chacra por ejemplo una torrencial lluvia en plena parva o  la espera interminable del retorno de la recua en el horizonte que insinuaba nuestro pronto retorno a Chacas; alejaron de mí el  encantamiento que en otros provoca  ser agricultor.
Ya mayor tuve la oportunidad de sembrar a medias con mi inolvidable amigo Oriol Amez una chacra con papas. Ligera tarea la de sembrar papas y lidiar con los campesinos, que en lejanos claustros llamarían administración de recursos humanos.  En esas circunstancias de falencias en erudiciones en temas laborales recibo el generoso ofrecimiento de mi primo Délmar. “Primo- me dice- vamos un día a Potaca para que veas cómo se maneja a esta gente”. En efecto,  después de algunos días, enjaezamos  los caballos: el Ratón y Tornado, y apertrechados de un talego de coca, un bidón de alcohol y un suculento fiambre partimos presurosos hacia las altas punas donde se respira el gélido aire de la cordillera, con el objeto por lo menos por mi parte, de recibir  una lección magistral en manejo de personal. Al trote de los caballos que vaporosos subían el camino pedregoso llegamos a la vaquería a cuyo costado se podía ver los tallos de la papa que aguaitaban por entre el  hierbajo. Cuando llegamos estaban ya los peones a la vera del sembrío sentados en fila chacchando coca.
No bien nos vieron llegar los  jornaleros expresaron su entusiasmo con una franca sonrisa al ver el bidón sobre anca de caballo y que suponían era de alcohol. Délmar improviso un saludo en quechua que fue respondido con un retahíla desordenada de inclinaciones. Una vez que hubimos descargado nuestras vituallas y demás enseres procedió a repartir la coca en las amplias manos hechas cuencos y el alcohol en una taza enlosada blanca de borde azul. Después de media hora de concentración los campesinos empezaron a desperezarse y atacar la tarea de deshierbar el papal.  Cuando el sol traspuso la cuarta parte de su recorrido en el cielo Délmar anunció un descanso de quince minutos y nuevamente la coca y el alcohol para el deleite de los operarios.

Hasta ahí todo la lección estaba siendo rigurosamente aprendida y anotada en un pequeño cuaderno con la discreción debida tras un arbusto. Los jornaleros trabajaban infatigables  habían avanzado la tarea por sobre mis cálculos. Luego del almuerzo se reanudo la tarea con el mismo entusiasmo de la mañana;  claro la coca y el alcohol habían corrido a raudales, ahí estaba el secreto de esta nueva ciencia de manejo de los jornaleros. Eran las dos de la tarde y Délmar me propuso ir a la casa rústica construida de piedras y paja que tenía junto al puente, que servía de depósito, a guardar algunos trastos agrícolas. Luego de un tiempo cuando retornamos a la chacra inmediatamente entre en la cuenta que la lección de administración de recursos humanos había fracasado. Los  jornaleros yacían tendidos totalmente ebrios por entre los surcos mientras Délmar entraba en cólera, pues definitivamente  la lección había fracasado. Frente a ese fracaso ensillamos los caballos y retornamos en silencio hasta Chacas, porque no cabía más que el silencio.