martes, 27 de septiembre de 2011

CHILCANO AL ESTILO DEL PUERTO DE ACOCHACA

Pomallucay, septiembre 25
Un mediodía soleado un enjuto cuerpo bajaba por la ligera pendiente que los chacasinos llamamos “Mamita Jamanán” (donde la Virgen descansó). Era el Flaco que volvía a Acochaca luego  de dominguear. Iba como cudandose del viento que amenazaba elevar por los aires su ligero cuerpo, presuroso después de haberse encontrado con la divina ensoñación de su vida. Aun en sus labios sentía el sabor anodino y grasoso de la pintura de labios que la muchacha estaba aprendiendo a usar para encandilarlo. Aun cuando la muchacha había sido el primer amor de casi todos, él llevaba en el pecho la enseña del amor  correspondido y sus pies con su ligereza traducían su alegría.
El camino de Chacas a Acochaca cada domingo era como el día en el que Jesús  se perdió  junto a sus padres  cuando retornaba después de la Pascua. El camino colmado  de caminantes era una especie de caravana de nómades que bajaban comentando los sucesos del día, el sermón del cura y nimiedades  por doquier. Claro aún no existían  las combis;  la gaseosa y la cerveza era un lujo y las polladas aún no habían sido inventadas.  Así que la gente tenía que resignarse a caminar, refrescarse con un potito de chicha y paliar el hambre con una “medida” de chocho.
El Flaco iba con un puñado de chocho en el estómago que incrementaba su sensación de vacío y con un hambre que pensaba saciar apenas pudiera llegar a casa que siempre le daba la bienvenida con la fragancia de los naranjos del huerto. Cuando pasó Chucpín el camino se le hizo más pesado, pues, las partes planas del camino dan la impresión que el camino se hiciera más largo. Por fin se acercaba al último tramo para aguaitar Upacasha y no bien coronó la cumbrecita que lo ocultaba cuando vio a la Gringa en la puerta de su casa. Le dio la impresión que lo esperaba  y  por eso empezó a hacer más lentos sus pasos con la esperanza que se introdujera en su casa. Pero la Gringa permaneció inmóvil  en la puerta hasta que llegó.
La Gringa era la única gringa que existía en estos lares y de veras que era gringa. Tenía los cabellos rubios y junto con su restaurante “La flor de Chacas” fue la novedad por un largo tiempo en Chacas.  La instalación de su restaurante, como ella dice aun, arruinó el negocio de los restaurantes más prestigiados de esos tiempos. El pomo de agua oxigenada había hecho lo que los genes le habían negado. Con su cabello rubio y el rostro que ocultaba su verdadero color detrás de los polvos  caminaba con donaire por las calles de Chacas mientras la población mojigata siseaba sus críticas y remilgos a media puerta.
El Flaco tuvo que llegar inexcusablemente a la puerta donde la Gringa lo esperaba y casi como exhalando  su último aliento le saludó: Buenas Tardes Señora. La Gringa muy amable le correspondió el saludo: Buenos tardes joven Rosario. Joven Rosario pase a tomar un chilcano. El temor del Flaco se trasformó en regocijo. Pasó al vetusto comedor cuyas paredes desconchadas daban la impresión que se desplomarían en cualquier instante. La mesa cubierta con un plástico floreado  donde se colocó era un hormiguero de moscas; pero, igual esperó con paciencia el Chilcano en ese restaurante emblemático de las afueras del puerto.
La Gringa en la cocina abrió una lata de sardinas “Carabela” y la vertió en la sopa de “Ancay”* que hervía en el fogón. Revolviendo el “atún” en la sopa lo sirvió en un plato y humeante se lo ofreció al joven romanticón que cortejaba a su hija.   El flaco agradeciendo la gentileza de la virtual suegra tuvo que engullirse sorbo a sorbo esa sopa marina bajo la férrea vigilancia de la Gringa, su suegra.

* Ancay .- Sopa tradicional de harina de trigo tostado.

lunes, 12 de septiembre de 2011

SIRENA ENCANTADORA…

Cerro Condor Senga - Acochaca
Articulo publicado en la revista
"Puente" del Circulo Social Acochaca.
Las fiestas nocturnas en el “Puerto” eran muy concurridas por muchas razones. Una era el clima un poco menos frío que el de Chacas lo que generaba en uno una especie de temperamento un poco calenturiento que luego se podía mitigar, no recuerdo bien, si con una jarra de chicha o unos vasos de cerveza, pero liquido al fin. Otra eran las lindas chicas que siempre  abundaban en eso confines del “astillero” de Acochaca y que se veían más lindas aun entonadas por la brisa  de la orilla fría del río.
                            Incitado por una bella “deidad” o como dice la canción por una sirena encantadora y a riesgo de recibir una reverenda garrotera me escabullí de mi casa de Chacas para emprender, en una noche de luna casi llena, una evasión, una huida del férreo control de mi padre para asistir a una de estas fiestas que en el “litoral” se celebraban. Había flechado mi sensible corazón los dulces encantos de una prima que vivía en el “puerto”. Acompañado de dos compinches voluntariosos que me ayudado a bajar por el poste junto a mi casa, ya estaba en la fiesta bien peinadito con la gomina llena de polvo levantado del camino.
                            La música suena más diáfana, el baile se torna mágico y como un sortilegio incompresible entras en la cuenta que sostienes las manos tersas de quien hasta hace un rato era casi inalcanzable. Pues, después de unos vasos del elemental líquido dorado casi todo aquello que  veías como una nube lejana se va haciendo cercano y real.    En efecto, ya estaba bailando con la linda prima, susurrándole palabras dulces en su aterciopelado pabellón auricular. Bueno, la fiesta duró hasta muy  temprano, es decir; hasta la cinco de la mañana del día siguiente o tal vez cuatro no recuerdo bien. Lo que si recuerdo bien es que dormí o pretendí dormir en la casa de  la prima y por ende de la tía.  No vaya Ud. A pensar lo que me estoy imaginando que está pensando, nones, solo pasé lo que restaba de la noche como huésped en la casa de mi tía.
                            No bien puse mi atormentada cabeza en almohada, pensado darle sosiego aunque sea por unos momentos,  alguien empezó a caminar y hablar consigo mismo como buscando algo. Después de algunos minutos tal vez, media hora, encontró lo que buscaba. Era un burro que se había subido a una especie de altillo que coronaba unas escaleras de piedra. La aurora se insinuaba en el horizonte y el dueño del jumento trepador insistía en su intento de hacer bajar con un griterío que despertó a todo el vecindario.
                            Tuve que suspender mi sueño y mi pereza para integrarme a la tropa de jaladores  que con  intensión de la bajar al burro que como oponiéndose a abandonar la posición elevada que había conseguido durante la noche se resistía en el segundo piso junto al horno, mientras nosotros jalábamos la hirsuta soga. Después de mucho esfuerzo el gris jumento fue bajando peldaño a peldaño tras cada estirada de reata que por ratos me hacía sospechar que se rompería. El burrito ya en el patio recibió una palmada compresiva de su amo y luego de cargarlo de la molienda se marcho dejándonos incuestionablemente despiertos.
                            Ya no teniendo ningún argumento para seguir quedándome, intente despedirme y fui compelido a desayunar por mi tía siempre generosa, que luego de un ligero ajetreo me sirvió un fuerte café con un plato de papas y huevos fritos. Qué más podía pedir luego de una jornada imprevista sino ese desayuno reparador. Luego de la despedida, con el cuerpo maltrecho y el corazón henchido de nostalgia emprendí el retorno  a Chacas  quien sabe a recibir una paliza.
                            Quería hacer este introito narrativo para a partir de él hacer notar que Acochaca, puerto del caminante sediento, siempre tuvo (tal vez  tenga todavía) personas con una característica  particular: esperar al sediento caminante con la espumosa chicha, alcanzar al  hambriento viajero un humeante choclo y al friolento anochecido ofrecerle un rincón en el patio y una manta para abrigarse. 
                            Con este modesto relato rindo homenaje a la Sra. Lucinda Vizcarra, a mis tías Berta Oliveros, Octavia Castro y otras mujeres que como ellas hicieron de Acochaca un   lugar en el que con toda seguridad no quedarías desamparado. Y rendir homenaje a la gente es rendir homenaje al pueblo que lo cobija.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

DE JOYERO A POETA

Plaza de Acochaca
En recuerdo de  la tía Elena Amez López, mujer generosa y hospitalaria.
Tras la tapia estaban los naranjos y limoneros que a pesar del muro  regaban su fragancia por el camino que los circundaba. No podríamos entrar, el muro era demasiado alto y sobre todo el miedo a que nos descubrieran robando  las jugosas naranjas nos detuvo de nuestro intento. Así que nos dirigimos al remanso  que en el frío río en esa tarde soleada, pensábamos, nos refrescaría.
Como oasis en el desierto,  cual aparición sorpresiva  ahí en medio del remanso bañabanse tres preciosas chiquillas que no entendían  su inocencia y protuberancias que recién se insinuaban detrás de unos trapos que por primera vez veíamos en el cuerpo de una mujer. El sonrojo se encendió en nuestros rostros y en el de ellas, sin embargo, más fue la emoción de ver por poco desnudas a las lindas nietas  de la dueña de la huerta que hace momentos pretendimos asaltar.
Tuma era como un “balneario” apartado del “puerto” de Acochaca. Un lugar paradisiaco lleno de huertos cuyos frutos con sus aromas y colores atractivos aguaitaban por sobre los muros como tentando a los viajeros a transgredir el séptimo mandamiento. Habían jugosas naranjas, fragantes limas, barrigones pacaes, y blandas paltas. Junto a los huertos en un  recodo del rio el agua calma invitaba también a los viajeros a darse un chapuzón en las soleadas tardes que a veces la equivocación del tiempo nos regalaba. Eran épocas de carnaval, entonces, relajados los temores y vergüenzas empezamos a jugar  arrojándonos agua lodosa de las riberas del río, o más precisamente a embadurnarnos entre sí tratando de no ser obscenos  en el contacto con  el ligero cuerpo de las chicas. Jugamos hasta muy entrada la tarde, retozando en el frígido río hasta que nuestros cuerpos entumecidos ya no resistían el agua mientras el sol se ocultaba por sobre el cerro dejándonos una vaga sensación de tristeza. 
Vestidos ya,  luego de una ligera ablución en el mismo río  en que nos habíamos embarrado nos disponíamos a retornar a Chacas; cuando una de las chiquillas nos invitó a coger los deliciosos frutos del huerto que las tapias nos habían prohibido ingresar. Sin premura, aun cuando la noche se avecinaba, empezamos a depositar las limas, naranjas y paltas por maduran en los morrales hechos de nuestras chompas, mientras la abuela complaciente observaba el virtual saqueo de su huerto. Si hubiéramos sabido que el camino más fácil al huerto era por el río y las chicas no hubiéramos perdido el tiempo intentando trepar las infranqueables tapias del huerto.
A partir de esos carnavales nuestra amistad con las chicas se aproximó y más precisamente el bicho del amor empezó a rondar y pronto a cosquillear nuestra piel. Luego, ya no sería el huerto el escenario de los juegos, sino la iglesia el escondite y el rezo el argumento perfecto para sufrir la vida junto a las chicas, y sobre todo una, quien para acallar las cuitas de mi desafortunado corazón me ponía una sortija “consuelo” cada noche en el anular izquierdo después del Ave María. Tanta era mi angustia que prácticamente me estaba convirtiendo en joyero porque me había hecho custodio de cuanta sortija me daba como rezo había y que tintineaban en mi bolsillo como proclamando mi desconsuelo. Pero el amor por ella era estacional y llegaba solo con los carnavales, pues  ella y sus primas  visitaban a su abuela del huerto y sus padres en Chacas solo en tiempos de vacaciones. Alborotando  almas y corazones partían nuevamente cuando el invierno estaba empezando a menguar. Y por ahí surgía el rumor de una carta encargada que estaba destinada a mí, en alguien que nunca llegaba a entregar y yo ensayando  contestaciones en forma de versos presurosamente hilvanados. Pasaba el invierno, pasaba la fiesta de agosto y de nuevo las sortijas y de nuevo las cartas que nunca llegaban y los versos que nadie leía.