jueves, 4 de agosto de 2011

¡OLE, TORO!


Algunos piensan que el insulto es un argumento (claro, quién no tiene ideas insulta), que el infundio envuelto en el anonimato puede matar el valor que ellos no tienen, y que la sordidez de su espíritu puede llegar siquiera al piso, pues se equivocan, la mejor medicina para evitar esa esos espíritus malignos que rondan por ahí  como almas en pena, es la risa. Para quienes hablan agazapados en la penumbra de su rencor patológico aquí va una historia que tiene que  ver con la sinceridad de un niño, de quien deben aprender el concepto de sinceridad.
El niño emulando al padre montó el caballo y con cierto de aire de suficiencia empezó a taconear al pobre cuadrúpedo para ponerse a una distancia cercana de su progenitor. El padre con la confianza   que le daba su pretendido ejemplo de hombre de campo y domador iba sin voltear hacia su hijo, como sugiriéndole que debía afrontar las peripecias de jinete con su propio valor.    
Iban a traer el ganado de las altas punas luego de las lluvias de marzo para aprovechar los pastos después de la cosecha. El niño apenas salía de la primera infancia y tenía comprendido que debía aprender los rigores del campo y del manejo de ganado. Así que no tenía otra alternativa que seguir las pautas señaladas por el padre. Le faltaba recorrer sobre  el lomo del pobre jamelgo, al que tenía un cariño especial, unas cuatro horas hasta las alturas de Yurajyaku.  Tras del padre con su cabellera casi dorada iba emocionado de cabalgar, de ver el verde amarillo de los pastos que empezaban a secarse con el verano que se instalaba en después de las azules lluvias del invierno intenso. De ver al torito que el padre le había indicado que sería suyo. Apenas sus fuerzas podían soportar el lazo de cuero trenzado que el padre le había cruzado por el torso; pero, lo llevaba orgulloso de que la gente lo viera y sonriera a su paso.
El frío se fue intensificando cuando empezaron a trepar la zigzagueante cuesta hacia la puna mientras el sol radiante relumbraba en los lejanos picos de los cerros azulinos. El ganado iba apareciendo en el horizonte lo que acicateaba la emoción del pequeño jinete que en el lomo de la bestia iba deleitándose de su imaginación que se confundía con el campo.
Después de unas horas por fin llegaron a Yurajyaku. Desmontaron, acomodaron las cosas, aseguraron el fiambre que estaba compuesto de unas lonjas de jamón, unos panes, un tanto de cancha y botellón de chicha.  Luego se dirigieron a ubicar el ganado, el padre sabía el paraje de cada uno de ellos, aunque eran muchos, lograron ubicar a casi todos y darles la sal que era como un manjar que el ganado buscaba cuando veían un humano; así que, la tarea no fue muy dificil.
Lo difícil era ubicar al ganado arisco  que se encendía en los montes, como algunos de nuestros amigos,  para luego correr o envestir a traición. El padre sabedor de estas mañas de su ganado, los ubicaba con mucha cautela y a veces los laceaba para ir amansandolos; pero otras, las más de las veces, el ganado corría sin rumbo. Estaban en eso de ubicar un torito negro de genio renegado cuando de repente se les apareció otro toro, el barroso que embestía sin mirar a quien. El niño desesperado se escondió detrás de un leñoso quenual mientras gritaba a su padre que hiera lo mismo.  El padre no haría eso, pensaba que debía mostrar a su hijo el valor y la inteligencia para dominar al bruto, entonces reprendió  el temor del hijo. Mientras el padre cogía su lazo con la intensión de atrapar al maloso toro, el niño se desgañitaba de desesperación e impotencia frente al riesgo que corría el autor de su creación.
El toro irrumpió en el claro de entre el matorral que lo  cubría ligeramente y acometió contra el padre que rodó por el  pasto semiseco mordiendo el polvo de la derrota. El toro no contento  con eso arremetió nuevamente y nuevamente, mientras el niño con sus gritos de desesperación solo intentaba tratar de espantar al malévolo toro.
El toro cansado de revolcar al vencido laceador se alejó como quien entendiendo que había cometido una apostasía al envestir a su dueño. El niño vuelto a la tranquilidad y el silencio, como diciéndole a su padre, entre sí, pero en voz alta, solo acertó a expresar: “Toma mierda”

1 comentario:

  1. jajajajaja interesante la historia profe !!!! jajaja

    lucho

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